EL FARO
Volvía de
nuevo. Como todas las noches. No podía evitarlo. Había algo en aquel faro que
la atraía como un imán. No sabía lo que era, pero día tras día acudía a su cita
con aquel edificio que, aunque seguía funcionando, había perdido su razón de ser.
Su madre le había contado mil historias que su abuela a su vez le había contado
a ella. Historias que hablaban de un abuelo que murió joven en aquellos
acantilados que ahora tiraban de su ser hacía sus bordes.
Hacía al menos
cien años que el océano había retrocedido debido al movimiento de las placas
tectónicas, auspiciado por los terremotos submarinos que cambiaron el rostro
del planeta por causa de la guerra nuclear. Así que el faro de Bernardette se
encontraba a más de treinta kilómetros de la costa más cercana. Aún así, su luz
seguía iluminando absurdamente el paisaje noche tras noche. Y noche tras noche
Carmen recorría el sendero que llevaba a la atalaya, aunque con la llegada del
alba nunca era capaz de explicar qué había ido a hacer allí.
Aquel día
decidió levantarse temprano y acudir al faro por la mañana. Necesitaba
encontrar la razón por la que el faro de Bernardette le atraía de aquel modo
tan extraño. Y necesitaba verlo claro y a la luz del día, puesto que a menudo
los recuerdos de las noches en que lo visitaba se volvían vagas nebulosas en su
cerebro.
Caminaba
nerviosa, esperando encontrar las causas de su inquietud frente a sus ojos,
pero según se acercaba a la edificación un rumor de olas llegó a sus oídos. No
podía ser. El mar quedaba demasiado lejos de allí. Miró hacia arriba: la luz
del faro estaba encendida a pesar de ser de día. Eso indicaba que nadie se
estaba ocupando de su funcionamiento. De hecho en el pueblo se decía que aquel
faro estaba maldito, y que su luz era la luz del mismo diablo. Sin embargo
Carmen sintió como el rumor de las olas le tranquilizaba mientras se acercaba
cada vez más. Se paró por un momento en el camino. Un impulso inexplicable le
llevó a salirse de la senda para caminar campo a través por el pedregoso terreno
plagado de irregularidades. Debía tener cuidado para no tropezar o dar una mala
pisada, estaba demasiado lejos del pueblo y casi nadie solía pasear por allí,
hasta donde ella sabía. Si se caía podría tardar días en recibir ayuda.
Sin embargo su
curiosidad crecía con cada paso. El rumor de las inexistentes olas parecía
traerle unas voces casi inaudibles que dirigían sus pasos hacia un lateral del
imponente faro. De día la edificación causaba verdadero respeto: era mucho más
grande de lo que parecía por la noche. Entonces lo vio: bajando por una especie
de escaleras naturales talladas en la propia roca, aparecía un nuevo camino.
Carmen sin dudarlo lo bajó, extremando el cuidado, pero sin ningún miedo.
Sentía como si de verdad allí fuera a encontrar el destino último de su vida.
Como si su última meta estuviera allí, esperándola. Con cada paso que daba
descendiendo por aquella escalera retorcida al pie del faro, sentía como las
voces subían de volumen en su cabeza. Cada vez eran más intensas y nítidas. Cuando
alcanzó a entender lo que decían la sangre se le heló en las venas. No podía
ser. Aquellas voces la llamaban directamente a ella. Aquellas voces la estaban
llamando. Dentro de su corazón sabía que aquella palabra solo se podía dirigir
a su persona… y sin embargo, no podía ser. Aquellas voces infantiles llamaban
claramente a su mamá.
Siguió bajando
la interminable escalera hasta el fondo de lo que hace años fuera un imponente
acantilado. Al llegar abajo un pequeño muro delimitaba un semicírculo contra la
pared rocosa: estaba atrapada. Para salir de allí solamente podía subir por
donde había bajado. Sin embargo las voces eran más claras e intensas allí.
Parecían venir de la propia pared. Miro con detenimiento cada grieta y cada
saliente, sin encontrar nada. Pasó la mano por la roca, y una fina capa de
polvo empezó a caer a sus pies, como si el tiempo hubiera cubierto con aquella
pátina una antigua puerta de madera raída. Las voces se intensificaron. La
urgencia de sus llamadas a mamá se agudizó. Allí había atrapados varios niños,
estaba claro. Su corazón latía a un ritmo frenético mientras frotaba la roca
con las manos intentando descubrir por completo la puerta, buscando la forma de
abrirla para liberar a sus hijos. A esos hijos que nunca había tenido pero que
la estaban llamando a ella, porque estaba segura de que era a ella a quien
llamaban en su desesperación.
La vieja
puerta se fue descubriendo hasta quedar por completo expuesta. No vio más que
un pomo oxidado y el ojo de una cerradura antigua.
—No
os preocupéis pequeños, mamá está aquí ¿Si? Ya he llegado.
De pronto las
voces callaron. Carmen se asustó por primera vez desde que se salió del
sendero.
—¿Porqué
os calláis, niños? Mamá os va a sacar de ahí.
Sentía que
debía darse prisa, que a sus recién encontrados hijos se los estaba acabando el
tiempo. Sentía como su instinto maternal le urgía a sacarlos de aquel
cautiverio y abrazarles y tranquilizarles como solo una madre puede hacer.
Manoteó por
toda la puerta, intentando encontrar la forma de abrirla. Sus nervios se
estaban afilando tanto que en cualquier momento podrían cortar sus entrañas
como si fueran un bisturí. Miró hacia arriba pidiéndole ayuda al cielo para
poder liberarlos antes de que fuera demasiado tarde, pero eso no la tranquilizó
en absoluto, puesto que pudo ver como el haz de luz que proyectaba el faro
parpadeaba como si se estuviera fundiendo. Eso no era bueno, nada bueno. Ella
lo sabía. Pero eso no fue todo. El rumor de las olas volvía a oírse, cada vez
más cercano. Al bajar la mirada vio como el agua estaba a punto de mojarle los
pies. De un instintivo salto se subió al primer escalón de la escalera, con la
intención de no mojarse. Desde allí siguió buscando la forma de abrir aquella
condenada puerta. Las voces volvieron a repetir su llamada: ¡Mamá! ¡Mamá! Su
corazón estaba desbordado por la angustia que sentía al saber a su progenie
atrapada en aquella cueva, mientras el nivel del mar iba subiendo. Un pequeño
cangrejo arrastrado por las olas salió
del agua para atravesar la puerta por el pequeño hueco que dejaba una tabla
rota, abajo del todo.
Se agachó para
intentar mirar por el agujero, que le había pasado desapercibido, pero el
ligero romper de las pequeñas olas le mojó la cara y le llenó los ojos de sal.
No pudo ver nada y tuvo que erguirse de nuevo, aturdida, enfadada y sintiéndose
estúpida por no haberse dado cuenta de que el nivel del agua subía demasiado
deprisa. De hecho las incesantes olas tapaban ya la parte inferior de la
puerta. Los niños seguían llamándola asustados. Podía sentir como su raciocinio
se resquebrajaba mientras la luz del faro parpadeaba como una vieja bombilla al
final de su vida. Algo la decía que el faro no debía apagarse, que el faro
podía salvar a sus pequeños.
Sintió un
cosquilleo en su tobillo y cuando lo sacudió, una pequeña gamba huyó por debajo
de su pantalón.
Un momento:
todo aquello no podía ser. El mar estaba a más de treinta kilómetros. “Venga
Carmen, que te estás mojando los pies. ¿No puedes creer lo que ves?” Su cerebro
intentó traerla a la realidad en un último intento de salvar su cordura, pero
las voces de sus hijos cesaron de pronto. Ella interrumpió su movimiento: necesitaba oír cualquier ruido que
le dijera que los niños estaban bien. De pronto una aguda voz de las que habían
estado clamando por su presencia, resonó claramente en su cerebro:
—Mamá,
enséñanos tu anillo por la cerradura. Si eres tú te abriremos la puerta.
Su anillo. El
anillo de su madre que portaba en su mano desde hacía más de 30 años. El anillo
que su madre le había legado mientras le advertía que no debía perderlo porque
era su posesión más valiosa. El anillo que según su madre perteneció a su abuelo,
al que nunca había conocido. Sin duda aquellos eran hijos suyos, no podía ser
de otro modo.
Sin pensárselo
dos veces acercó la mano a la cerradura, con el desasosiego que le producía el
no estar segura de si los niños lo reconocerían y le abrirían la puerta. Su
corazón necesitaba abrazarlos ya, sus latidos atronaban en su cabeza.
Con un crujido
la puerta se abrió, dando paso a una oscuridad húmeda que la envolvió al
instante. Esperaba sentir una especie de calor por la cercanía de sus hijos.
Sin embargo, mientras el nivel del agua subía por sus piernas implacable,
sintió como un ser velado y húmedo rozaba su cara.
—¿Niños?
Soy mamá.
El eco de la
cueva le devolvió sus propias palabras, envueltas en un frío gélido que casi
podía sentir como laceraba su piel. Las voces de los niños volvieron a
escucharse una vez más, al fondo de la cueva. Seguían llamándola. Así que
Carmen se adentró en la gruta en pos de ellos. Necesitaba sacarlos de allí. El
agua seguía subiendo. Si no salían pronto de allí, se ahogarían. Nunca podría
perdonarse no haberlos salvado. No podría seguir viviendo con semejante losa
sobre su conciencia. Caminó en la oscuridad hasta llegar a una estancia
irregular a la que un haz de luz iluminaba pobremente. La cueva parecía no
tener fin. La voz de los niños seguía resonando en sus oídos, arrancando
girones de su cordura ante la impotencia de no poder encontrarlos. Miró en
derredor esperando encontrar alguna huella, algún signo de que estaban allí. El
agua del mar se movía a sus pies. Pequeñas criaturas marinas jugueteaban
alrededor suyo. Su mirada se detuvo de nuevo en un cangrejo, segura de que era
el mismo que la había descubierto la cueva. Mientras lo miraba vio como crecía
y se ponía de pié. Sus tenazas se transformaron en dos gráciles brazos y sus
antenas dejaron paso a una cabellera morena que enmarcaba un rostro hermoso.
Sus cerebro no
podía creer lo que estaba viendo. No tenía tiempo para esas fantasías. Tenía
que encontrar a los niños y salir de allí cuanto antes.
—Soy
Metis.
No podía ser.
Aquella aparición fantástica la estaba hablando. La reina de los mares se erguía
ante ella.
—No
soy ninguna reina, solo soy una ninfa del océano.
—El océano
está a treinta kilómetros por lo menos. No sé que está pasando, pero rescataré
a mis niños y me iré. No te molestaré más.
—El océano
te está mojando los pies ¿no lo ves?
Algo volvió a
crujir en su cerebro. Los engranajes que lo hacían funcionar se estaban
desencajando. No podía fiarse de sus sentidos. No podía fiarse de su corazón.
—Dame
la mano, Carmen. Has llegado a tu destino.
Le dio la
mano. Al sentir su piel escamosa supo que sus hijos estaban a salvo. Al sentir
la humedad del mar en su cuerpo una paz infinita la invadió. En efecto, su
destino estaba allí, al final de la escalera, al fondo de la cueva.
La luz del
faro dejó de parpadear y aquella noche volvió a ser clara y nítida, como
siempre. La luz de Carmen alumbraría durante años aquella planicie seca y
árida, cuyo antiguo acantilado reclamaba la atención de su próxima víctima. Un
viejo anillo rodó desde la puerta del faro hasta quedar en medio del sendero.
Seguramente alguien lo encontraría, antes o después.
Este relato está enmarcado en el reto de escritura #Origireto2020 organizado por Kat y Stiby. Podeis consultar las bases y apuntaros en sus blogs clickando aquí o aquí
SEPTIEMBRE:
Objetivo 7: Cuenta una historia marítima o que involucre un faro.
Cuentos y leyendas L: El lobo y los siete cabritillos.
Criaturas del camino V: Hadas (hada del océano y Oceánide)
Objetos ocultos: 15 una gamba y 18 un cangrejo.
Además: milpalabrista ( 1943 palabras), doble dragón por relato de fantasía, rosa insolente por protagonista femenina.
Gracias por leer hasta aquí.
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