PECADO
—Amén.
—Amén.
Recitamos
todos al unísono. Para mí solo eran palabras huecas, pero mi hermana estaba
segura de que iría al infierno si no cumplía con todos los preceptos de la
Santa Madre Iglesia. Siempre tan preciosa, con su larguísima melena recogida en
una recatada trenza que se enroscaba formando un moño monumental y sin embargo,
siempre asustada de la vida.
Cuando la
conocí era una preciosa niña de siete años, con vestido de callos, calcetines y
dos coletas rubias con enormes lazos. Tenía la dulce mirada de la inocencia y
una piel blanca como la leche. Su madre la traía de la mano cuando llegó a la
estación a recogerme. Por aquel entonces yo tenía el aspecto de un mozalbete de
doce años, alto, flaco, desgarbado y con unos pantalones demasiado cortos para
mi estatura. Gothel me miró de arriba abajo apretando los labios mientras
sujetaba con fuerza la mano de Raquel, que la miraba con miedo a quejarse,
seguramente temiendo una reprimenda si abría la boca.
—Vamos.
Esa fue la
única palabra que dijo aquella mujer a la que nunca conseguí llamar mamá.
Estuvimos caminado durante más de media hora hasta llegar a un pequeño piso del
centro de Madrid. Gothel abrió y volvió a hablar.
—Límpiate
bien los pies en el felpudo antes de entrar.
La mirada que
me dedicó era fría como el hielo. Miré a mi nueva hermana buscando algo de
complicidad, pero ella ya había pasado y se había metido en una de las
habitaciones. Gothel me mostró donde estaban el baño y al cocina. Después abrió
la puerta de un diminuto cuarto que por todo mobiliario tenía un jergón, un
pequeño armario y un reclinatorio. Nunca había visto uno de esos en una casa.
—Cenamos
a las ocho y media. Aséate antes de ir a la mesa. Puedes deshacer tu…—miró con
desprecio mi pequeña mochila—equipaje, y descansar un poco del viaje. Aprovecha
para agradecerle a Dios haberte permitido realizarlo sin contratiempos.
Así de fría y
distante se mostraba siempre aquella bruja conmigo. Se dirigía a mi siempre por
mi nombre: Alex. A la pequeña la llamaba “cariño”, masticando la palabra, que
de sus labios sonaba como una maldición.
Las normas en
aquella casa eran de una rigidez castrense: se bendecía la mesa antes de cada
comida, se acudía a misa todos los
domingos y fiestas de guardar y se miraba que toda la ropa cubría
convenientemente todo lo que debía cubrir, incluso durante los asfixiantes
veranos de Madrid. La religiosidad lo impregnaba todo en aquellas habitaciones
presididas por crucifijos y cuadros de la Virgen María.
—No
cariño, no irás a ninguna fiesta.
—Pero
cumplo catorce años y nunca he ido a ninguna. Mis amigas me han organizado una
fiesta de cumpleaños.
—Esas
fiestas son nidos donde el pecado y la lascivia se incuban y crecen. No irás.
Es mi última palabra.
Raquel, que
había vivido toda su infancia bajo los férreos preceptos de su madre entornó
los ojos mientras avanzaba por el pasillo camino de su cuarto. Con el tiempo mi
relación con ella no era “de hermanos”, pero habíamos alcanzado cierto grado de
complicidad, así que esperé a que Gothel se sentara de nuevo en su butaca para
rezar el rosario y me acerqué al cuarto de la niña.
—Soy
Alex, ábreme la puerta, por favor.
—Vete.
Si mamá te pilla en mi cuarto nos matará a los dos.
—Solo
me iré si me garantizas que vas a estar bien.
—Rezaré
un rosario para calmar mi soberbia. He cometido un pecado desafiando a mi
madre, a quien debería honrar.
—Si
te hace sentir mejor te acompañaré mañana a la iglesia para que puedas
confesarte.
No sabía que
otra cosa podía hacer, porque acompañar a Raquel a la iglesia era de las pocas
cosas que podíamos hacer juntos sin que Gothel estuviera presente. A pesar de
que yo ya había cumplido 19 años, las normas no se habían relajado ni un poco.
En algunos aspectos se habían recrudecido. Yo recordaba con nostalgia los años
vividos con mi padre: con él la vida era más lógica y yo podía entenderla sin
tener que leer la biblia en busca de respuestas. Lo extrañaba mucho, y estaba
dispuesto a volver a buscarlo en cuanto lograra poner a Raquel a salvo de
Gothel, que vigilaba cada minuto de su vida.
Por desgracia
para nosotros, Gothel había sido la que había determinado que Raquel debía
acudir a la iglesia al día siguiente para pedir perdón por sus pecados, así que
allí estábamos los tres, rezando a un dios en el que yo nunca había creído. Mi
fingida devoción satisfacía a la bruja mientras ignoraba mis verdaderos
sentimientos. Si llegaba a saber que yo en realidad nunca había creído en su
Dios seguramente me habría echado de casa, pero mi engaño llevaba cinco años dando
resultados. Necesitaba mantenerme al lado de Raquel, desde el primer día había
visto el miedo en el fondo de su mirada y no podía resistirme a rescatarla de
una vida que no merecía.
En aquellos
cinco años que habíamos compartido casa, Raquel y yo no habíamos tenido más de
dos o tres ocasiones para poder jugar a solas o hacer algún puzle. Gothel era
omnipresente y no quitaba el ojo de encima nunca a su pequeña princesa, aunque
los mimos en aquella especie de hogar siempre habían brillado por su ausencia
la vigilancia y al rigidez eran el pan nuestro de cada día.
Me asfixiaba
en aquel ambiente cargado de santos y rezos, como si tuviera una ballena sobre
mi pecho impidiéndome respirar, pero no
podía dejar allí a aquella preciosa niñita que era cautiva de una educación
retrógrada y sin sentido para mí. Me propuse salvarle y darle una oportunidad
de vivir una vida sin semejantes ataduras. Pero ella no parecía sentirse
encerrada… al menos hasta que su madre le prohibió la fiesta de cumpleaños con
sus amigas. Raquel no sabía lo que era una fiesta de cumpleaños. La única
celebración que habían tenido sus onomásticas hasta entonces se habían
compuesto de soplar las velas sobre un bizcocho que su madre cocinaba y que
siempre estaba excesivamente seco, como su corazón.
Estaba
acabando la misa cuando Raquel me miró de reojo. Capté su mirada y entendí que
estaba buscando una ventana para poder respirar, así que le devolví una mirada
de confianza para que supiera que podía contar conmigo pasara lo que pasara.
Cuando el
sacerdote ordenó que nos diésemos la paz, sujeté la mano de mi hermana un
segundo de más, sin llamar la atención de Gothel. Quería darle la seguridad
suficiente para poder emprender la huída hacia adelante. Yo tenía unos pequeños
ahorros que había logrado juntar trabajando como mozo en un almacén. No era una
gran cantidad puesto que casi todo el dinero se lo quedaba la bruja para los
gastos de la casa, pero sería suficiente para comprar un par de billetes de
tren y regresar a casa de mi padre. No sabía si lo encontraría allí, pero de lo
que estaba seguro era de que encontraría el modo de vivir dignamente y lograr
que Raquel tuviera una vida normal.
Cuando salimos
de la iglesia, Gothel se retrasó para hablar con don Braulio, el joven sacerdote,
y agradecerle su sermón, como solía hacer. Raquel y yo esperábamos en la puerta
a que saliera para regresar a casa.
Me acerqué un
poco más a mi hermana y le hablé en un susurro. Su madre tenía oídos en todas
partes y esa vez era de vital importancia que no oyera lo que iba a decir.
—Raquel,
nos vamos.
Me miró desconcertada.
Creo que no entendió mi propuesta.
—Solo
tenemos unos pocos minutos. Ven conmigo y te librarás de esta cárcel en la que
vives. Iremos a casa de mi padre y buscaremos un futuro en el que puedas
celebrar tus cumpleaños con tus amigas.
Raquel seguía mirándome
con los ojos como platos. Sabía que la había cogido por sorpresa, pero en
aquella casa nuestra comunicación era imposible así que era ahora o nunca.
Agarré su mano y comencé a caminar, seguro que de ella me seguiría, pero
nuestros brazos se estiraron cuando ella no se movió del sitio.
—Raquel,
tenemos que irnos ahora. Ahora o nunca.
Pero ella no
se movió del sitio. Busqué una respuesta en sus ojos y me di cuenta de que su inocencia
ya no estaba allí. No entendía nada. Su
mirada era intensa y estaba llena de miedo. Sin embargo algo me decía que
estaba dispuesta a enfrentarse a ese miedo. Tiró de mí hacia el interior de la
iglesia.
—No,
Raquel. Vámonos. No puedo creer que quieras seguir viviendo en este infierno.
Vámonos ahora.
—El
infierno es para los pecadores.
Me dejé
arrastrar dentro del templo. Un rumor extraño ensuciaba el sagrado silencio.
Caminamos sigilosamente hasta el altar, en cuyo lateral estaba la puerta de la
sacristía. El sonido de unos gruñidos era cada vez más evidente. El miedo en
los pasos de mi hermana, también. La puerta de la sacristía estaba entreabierta
y por la ranura que quedaba podía verse parciamente el interior. No podía creer
lo que estaba viendo.
—No
puede ser ¿desde cuándo lo sabes?—Le pregunté a Raquel. Ella se arremangó las
mangas del vestido para mostrarme sendas cicatrices en sus muñecas.
—No
quiero ser como ella.
Empujó la puerta,
que se abrió con un chirrido y pude ver . Los ojos de Gothel brillaron
desorbitados y llenos de ira mientras la sangre del sacerdote escurría de su
boca. Ni todas las oraciones del mundo podrían librarla nunca de sus raíces
paganas ni de ser lo que era.
Este relato está enmarcado en el reto de escritura #Origireto2020 organizado por Kat y Stiby. Podeis consultar las bases y apuntaros en sus blogs clickando aquí o aquí
JULIO:
Objetivo 3: Escribe una historia basada en la religión
Cuentos y leyendas B: Rapunzell.
Criaturas del camino III: Wendigo.
Objetos ocultos: 4 una ballena y 7 una docena.
Además: milpalabrista (1606 palabras), doble dragón por relato de fantasía, rosa insolente por protagonista femenina y creo que no me dejo nada.
Gracias por leer hasta aquí.
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